El recuerdo de la intensa lluvia que acompañó la noche anterior hacía presencia a través de una ligera llovizna cuya caricia extendida lograba mojar la ropa cual instante de tormenta. Salí dos minutos antes de lo regular a espera de la guagua que conduce al Instituto. El trayecto desde la casa hasta el lugar donde suelo tomarla estaba mojado y podía ser necesario un poco más para llegar. Entre las pequeñas gotas se colaban algunas capaces de marcar la ropa recordando el final de un extenso verano. El camino resultó más corto por el apuro de la lluvia fría.
A lo lejos se veían tan sólo las bajas luces de los carros. Bajas por su distancia desde el suelo, porque es de todos sabido que los carros de Santo Domingo no saben bajar las luces. Todavía no llegaba la guagua; eso no era de sorprender, pues faltaban algunos minutos para las siete con cincuenta.
Me acerqué al edificio de un supermercado, justo al lado de la esquina desde donde salgo cada mañana, donde encontré refugio ante la intensidad de la lluvia. La mañana se resistía a mostrar el rostro.
La Avenida Independencia fue cruzada por un hombre que a juzgar por su presencia recién superaba el medio siglo. La pálida oscuridad intentaba arroparlo y lo habría logrado no siendo por la silla de ruedas que aquel accionaba empujando la acera con su pie descalzo.
Al otro lado, allí donde llegaba, una fila de tanques que hacían de zafacones le vieron llegar y marcharse, unos con cara de decepción y otros de tímida satisfacción. Su pie izquierdo, paralelo a la avenida, apenas se enteraba del vía crucis de su compañero bajo el frío matinal.
La ventana de la guagua camino al oeste se hizo pequeña mientras el hombre, ya de vuelta, giraba esta vez con otro rumbo mientras tentaba una talega blanca suspendida junto al espaldar de la silla de ruedas. La ciudad seguía durmiente bajo la cobertura humedecida que le trajo la estación.
Cristino Alberto Gómez
@CristinoAlberto
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15 de octubre del 2013