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Cuento de nunca acabar

Súbitamente se decidió cumplir la ley sin condiciones a partir del momento cero. Al momento uno, en todo el pueblo ya no había un alma libre para ejecutar la sentencia.

Cristino Alberto Gómez
26 de septiembre de 2014

La mañana esquiva

El recuerdo de la intensa lluvia que acompañó la noche anterior hacía presencia a través de una ligera llovizna cuya caricia extendida lograba mojar la ropa cual instante de tormenta. Salí dos minutos antes de lo regular a espera de la guagua que conduce al Instituto. El trayecto desde la casa hasta el lugar donde suelo tomarla estaba mojado y podía ser necesario un poco más para llegar. Entre las pequeñas gotas se colaban algunas capaces de marcar la ropa recordando el final de un extenso verano. El camino resultó más corto por el apuro de la lluvia fría.
A lo lejos se veían tan sólo las bajas luces de los carros. Bajas por su distancia desde el suelo, porque es de todos sabido que los carros de Santo Domingo no saben bajar las luces. Todavía no llegaba la guagua; eso no era de sorprender, pues faltaban algunos minutos para las siete con cincuenta. 
Me acerqué al edificio de un supermercado, justo al lado de la esquina desde donde salgo cada mañana, donde encontré refugio ante la intensidad de la lluvia. La mañana se resistía a mostrar el rostro.
La Avenida Independencia fue cruzada por un hombre que a juzgar por su presencia recién superaba el medio siglo. La pálida oscuridad intentaba arroparlo y lo habría logrado no siendo por la silla de ruedas que aquel accionaba empujando la acera con su pie descalzo.
Al otro lado, allí donde llegaba, una fila de tanques que hacían de zafacones le vieron llegar y marcharse, unos con cara de decepción y otros de tímida satisfacción. Su pie izquierdo, paralelo a la avenida, apenas se enteraba del vía crucis de su compañero bajo el frío matinal.
La ventana de la guagua camino al oeste se hizo pequeña mientras el hombre, ya de vuelta, giraba esta vez con otro rumbo mientras tentaba una talega blanca suspendida junto al espaldar de la silla de ruedas. La ciudad seguía durmiente bajo la cobertura humedecida que le trajo la estación.

Cristino Alberto Gómez
@CristinoAlberto
15 de octubre del 2013

En estos días

Quica prefiere que los hijos de Ayda no acompañen a los suyos al examen de Educación Moral. Les dice que no son bellos, que están muy flacos, que sí los quiere pero no quiere que acompañen a los suyos al examen de Educación Moral.
Ayer le dijo a su hermana que no importaba, que los quería, que hasta ella misma los llevaría a la Escuela.
Le pidió que la ayudara a mudar los chivos, buscar el agua y picar la leña, que ella pondría la cena mientras los muchachos hacían el repaso, que luego disfrutarían todos juntos el menú que preparaba y entonces los muchachos se podían quedar estudiando un poco más para el examen que toca hoy, y de paso en la mañana le ayudaban con los oficios. Ayda se sintió contenta porque entendió que si los niños salen bien del último examen aprenderán mejor a trabajar para que la familia eche adelante, porque según los vecinos no hay un alma que entendiendo el mundo se deje engañar por nadie.
Cuando Quica estaba muy joven, su madre la dejó sola porque tenía quien la cuidara, que además ella era muy malcriada y ya no le hacía oficios, sino que le vivía pidiendo de comer a cada hora. La madre le dijo entonces que aprendiera a cocinar, que la reserva que su padre le había dejado ya estaba a punto de agotarse, que debía ser suficiente para las dos o no había para nadie, que si quería le traía un nuevo regalo pero tenía que ganárselo buscando yuca, frutas o lo que fuera, pero no quedarse en casa como el que no encuentra nada. La muchacha, que siempre ha sido orgullosa, le respondió que no le hacían falta ya regalos, que se le estaba llenando la habitación de espejos y telaraña mientras el estómago se le vaciaba. Luego lloró.
Como Ayda vivía cerca y al fin era su media hermana, Quica le pidió ayuda para aprender cómo se hacían las compras, qué se le echaba a las plantas, cómo cosechar maní, cómo la habichuela y el significado de las letras de un pequeño libro. ¡Ayda no sabía leer! ¡Si ella también se había peleado con la madre suya para que no le mandara, que ella hacía sus propios trabajos, que quería ser libre, pero después no sabía lo que decía la cuenta donde indicaba lo que quedaba de lo que dejó su padre cuando la mandó con ella! Un día Quica le cayó a pedradas porque decía que ya sabía hacerlo mejor, que Ayda haría bien con dedicarse a lo suyo sin querer poner orden en casa ajena. Vivía diciendo que Ayda era rara, que ella no entendía cómo su padre podía ser también el de ella.
La hermana volvió al cerro donde quedaba su casa, casi sin mirar desde allá arriba, no fuera a suceder que un día las piedras rompan las yaguas del seto y le acaben con lo que queda del ranchito.
Ahora que los hijos de Quica se dicen amigos de sus primitos, estos que también se parecen a los de ella tienen miedo de visitarla porque no les gusta que les busquen pleito y cuentan que los de Quica siempre les dicen que según su madre en la casa del cerro vive una bruja. Ayda se pone a cantar para entretener el pensamiento. Ahora que de vez en cuando baja para hacer oficios a su hermana, esta suele recordarle que ¡cuidado si le pare allá, con esa panza que revienta! Ayda sacude la falda y vuelve al cerro para cantar una salve despalotando maní.


Cristino Alberto Gómez
@CristinoAlberto
14 de octubre de 2013
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