En la acera de enfrente, estoy listo para entrar a casa al regreso de una extensa jornada. Tres hombres conversan y uno de ellos lleva una bebé sobre su hombro. Una vez nos presentamos como vecinos, me comenta: "Anoche me quedé mirándolo desde mi casa. Usted es muy confiado; llega y de una vez se baja del vehículo". "Y... ¿es tan peligroso?", pregunto titubeante. El vecino dirige su índice hacia la esquina del estacionamiento, junto a un poste de luz que soporta un tanque azul. "Ahí mismo me pegaron un tiro". Me encuentro sin palabras. Él continúa, ahora acercándose y cambiando la bebé al otro hombro para mostrarme la sien izquierda. "Me entró por ahí, y mire por dónde me salió. Yo estuve interno por 10 días". "Gracias a Dios que quedó vivo", comento, sopesando el valor de mis palabras ante el silencio. "Yo perdí ese oído". Lo miro, confundido entre el coraje, el pesar y la indignación. Nos reiteramos los nombres y agrega a la distancia: "Antes de usted desmontarse, inspeccione bien el área. ¡No se baje sin estar seguro!". Agradezco y me convierto en zombi mientras cruzo la calle. Frunzo el ceño y me muerdo los labios. Contemplo mi sangre, a punto de evaporar en su hervidero.
Cristino Alberto Gómez
26 de octubre de 2017
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